Susana Giner 7 agosto, 2022
Era domingo, como hoy.
Al acabar de comer, mi padre cogió una naranja del frutero y su cuchillo de pelar naranjas.
Mi madre me había dicho que ‘papá no se encuentra bien desde hace unos días’, ‘¿qué le pasa, no será Covid?’, ‘no lo creo, le duele mucho la espalda’, ‘¿habéis ido al médico?’, ‘no, todavía no, ya sabes lo que le cuesta a papá subir la cuesta del ambulatorio’. Bueno, pensé yo, es normal… la edad, la inactividad y un poco de cuentitis para que lo mimen…
‘Este domingo voy a casa a comer con vosotros.’
Papá estaba en pijama y bata, como casi siempre, muy callado, como siempre. Mientras ponía la mesa a paso de oso perezoso, ahora el mantel, ahora los cubiertos, los vasos… yo charloteaba con mi madre y le observaba: Se movía lento, como siempre, quizá un poco más de lo habitual, sin embargo, la mirada de papá no era la de siempre.
Al acabar de comer, papá cogió la naranja y yo, no me preguntes por qué, no podía dejar de mirarlo. Tan callado, pelando la naranja tan escrupulosa y minuciosamente, como siempre. Papá era así, meticuloso y exacto para todo. Para él el valor del tiempo era el de su ritmo propio. Pero no todo era como siempre.
Mi padre tenía una curiosa manera de pelar las naranjas, lo recuerdo haciéndolo de esa forma toda la vida: cortaba la cáscara a meridianos, lento, con una precisión de delineante. Empezaba en uno de los polos de la naranja y trazaba el meridiano de abajo arriba y continuaba con el cuchillo hasta trazar la circunferencia completa, así, una y otra vez, hasta cubrir toda la superficie de la pieza. Todos los cortes equidistantes, siempre al mismo ritmo, concienzudo. Al acabar, con la punta del cuchillo arrancaba, con mucha lentitud, la cáscara a pedazos y luego repasaba la fruta para quitarle todo lo blanco, hasta dejarla perfectamente monda. Mientras, los demás, que habíamos acabado mucho antes, hacíamos sobremesa de las noticias o de lo que fuera.
Siempre había sido de ese modo, así que no sé por qué, te lo prometo, aquel domingo me llamaba tantísimo la atención la forma de pelar la naranja de mi padre y su mirada. No me lo explico. Tampoco sé por qué pensé que algún día le explicaría a alguien el curioso hábito de mi padre, y también pensé que alguna vez sería la última que vería a mi padre pelar una naranja y, créeme, te lo juro, supe que era esa vez.
Yo misma me asusté de mi propio pensamiento, se me hizo un nudo en la garganta, y lo rechacé. Sin embargo, traté de quedarme con todos los pormenores de mi padre pelando la naranja, con todos los detalles, y de fijarlo en mi memoria.
Le hice un poco de burla a papá, me metí con él, le dije 3 o 4 puñeterías sobre lo lento que era para todo y lo maniático… levantó la vista de la naranja, muy despacio, un poquito más de lo habitual, me miró con esa mirada extraña, sonrió un poco y siguió arrancando trocitos blancos.
Al día siguiente mis padres fueron al médico… subieron la cuesta que tanto le costaba a mi padre, en taxi, y ya no la bajaron. Una mancha con mala pinta en el tórax.
Tres semanas y un día después, un médico certificaba la muerte de mi padre por un cáncer de pulmón con metástasis en la columna y en casi todo su cuerpecillo flaco.
Durante los días que estuvo en el hospital, con su portátil del año de la Kika, había dejado todo atado y sencillo para hacerlo todo mucho más fácil para los que le queríamos, sin decir nada, nada de nada, de nada de nada.
No hubo despedidas dramáticas, no era su estilo.
Luego todo fue muy sencillo. Tan sencillo como respirar cada vez más flojito, hasta que se le dejó de oír. Con su mano en mi mano, recuerdo muy bien su último calor. Se fue como le era propio, sin hacer ruido y a su ritmo.
Nunca le había explicado a nadie cómo pelaba las naranjas mi padre, ni tampoco le había contado a nadie qué me hizo pensar su mirada aquel domingo, hasta hoy. Y es que hay días, como hoy, en que daría cualquier cosa, cualquiera, por volver a ver a mi padre pelando una naranja, perfeccionista, silencioso, lento… vivo.

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